Especial Halloween: 10 microrrelatos de terror

Haloween (31 de octubre): historia y por qué se celebra - Calendarr

1) El suspiro del espejo

La primera vez que Laura notó el desfase pensó que era el cansancio: su reflejo parpadeó un segundo después de ella. Lo atribuyó a la luz del baño, a la vejez del azogue. Pero la repetición la inquietó. Cada gesto parecía llegar tarde, como si el otro lado necesitara tiempo para comprenderla. Una noche, probó con movimientos rápidos: chasqueó los dedos, dio un salto, sacó la lengua. El espejo respondió, sí, pero a destiempo, como un actor que no recuerda su texto. Entonces cambió la táctica: levantó la mano derecha; el reflejo, la izquierda. Sonrió apenas; el reflejo mostró los dientes. Comprendió que ya no era un retraso, sino un desacuerdo. Se acercó tanto que el vaho empañó la superficie. Del otro lado, el rostro también se acercó, pero no respiró. Laura trazó con el dedo un pequeño corazón sobre el vidrio. El reflejo lo borró… y dibujó un candado.


2) Desconexión

A las 2:17 a. m., el celular de Valeria vibró: “Estoy en la puerta”. El corazón le martilló las costillas. Había despedido a Tomás una semana atrás, lo había visto bajar envuelto en flores, lo había sentido ausente en la casa entera. El teléfono volvió a sonar: “¿Por qué no abres?”. Recordó que, de novios, él bromeaba con que jamás la dejaría sola; que a la primera señal, volvería. Desde el pasillo llegó un roce, como de tela contra madera. Se levantó, descalza, con la luz del pasillo filtrándose por la rendija. La mirilla mostraba solo oscuridad; quizá el bombillo del descansillo fundido. El picaporte giró, despacio, sin fuerza suficiente para bajar el seguro. Valeria, temblando, acercó la frente a la puerta. Al otro lado, algo se apoyó también: dos superficies que sabían que se separaban por milímetros. El celular vibró una tercera vez: “No quiero entrar. Solo asegúrate de dormir”. Ella apagó la luz. Al amanecer, el seguro estaba subido… desde fuera.


3) Habitación 313

El dueño del hostal no recomendaba la 313. “Si le gusta descansar, mejor la 211”, decía con una sonrisa tensa. Clara, que había viajado para demostrarle a su hermana que los miedos son costumbres mal aprendidas, pidió la 313 a propósito. La habitación olía a limón y a ropa recién planchada, con una ventana estrecha que miraba a un patio. A medianoche, el silencio tomó cuerpo. Clara oyó un pequeño crujido a los pies de la cama, luego otro en la silla junto a la ventana, como si alguien se acomodara con prisa. Se incorporó: no había nada, salvo la luna abierta en el vidrio. Volvió a acostarse. La almohada a su derecha se hundió dos centímetros, exactamente dos, y el peso, cálido y leve, le rozó el hombro. No era amenaza; era presencia. “¿No descansas tampoco?”, susurró al vacío. Del pasillo llegó un bostezo ajeno. Al amanecer, la sábana presentaba dos huecos simétricos. En recepción, Clara pidió reservar la 313 para el mes siguiente. “Me hace compañía”, dijo.


4) El niño del retrato

El óleo colgaba en la sala desde antes de que Julieta naciera: un niño de ojos muy negros, camisa almidonada y un gesto que parecía pedir silencio. Con el tiempo, los colores se apagaron salvo en la mirada, que seguía húmeda, como recién pintada. La abuela contaba que el artista había desaparecido sin cobrar. Nadie se tomó en serio la historia hasta que, al cambiar el mueble, notaron que el marco parecía más amplio que años atrás. “Lo mandaron a restaurar”, sugirió alguien. No; nadie lo había tocado. Cuando la abuela murió, el retrato apareció con un detalle nuevo: al fondo, muy desvaída, una mujer de espaldas, inclinada hacia el niño. Julieta revisó fotos antiguas y no estaba allí. Esa noche soñó con un estudio lleno de olor a trementina. El pintor, pálido, le repetía: “La pintura crece donde hay memoria”. Antes de despertar, Julieta volteó el cuadro en el sueño y vio, al dorso, un calendario con fechas marcadas. La próxima era hoy.


5) Voz al otro lado

—¿Hola? —dijo Vera, con la voz aún felina del sueño.
No abras la puerta —susurró la misma voz, idéntica, como si su garganta hablara desde otro teléfono.
—¿Quién eres?
Tú, dentro de un minuto.
El reloj marcó 2:59. El timbre sonó a las 3:00 exactas, un sonido metálico que atravesó el apartamento. Vera pensó en llamar a un vecino, pero temió parecer ridícula. Apoyó la frente en la pared helada junto a la puerta y preguntó: “¿Quién está ahí?”. Silencio. Desde el auricular, su doble respiró con prisa. No abras, repitió, ahora como sollozando. La tentación de mirar por la mirilla fue irresistible: al otro lado, oscuridad total, salvo algo blanquísimo, difuso, como un óvalo de rostro. “¿Yo?”, pensó. El intercomunicador vibró con un último mensaje: Si abres, no vuelvo. Vera mantuvo la mano en el picaporte, indecisa. Lo soltó. Al amanecer, encontró pegada a la madera una huella húmeda de frente… igual a la suya.


6) El visitante

A Hugo le gustaba atribuir los ruidos de la madrugada a la madera. La casa era antigua: aceptaba crujidos como quien acepta arrugas. Sin embargo, desde que comenzó el invierno, los pasos del pasillo eran demasiado regulares, medidos, como marcando tiempo. A las 3:11, casi cada noche, un roce, luego otro, y el vaso de agua que dejaba en la cocina amanecía con un sorbo menos. “Condensación”, dijo riéndose solo. Puso harina en el suelo, por juego, y al día siguiente vio dos marcas curvas, como de suela gastada. Decidió sentarse en la mesa, a oscuras, con una manta. Cuando el reloj dio la hora, el aire se le volvió denso y olió a la colonia que usaba su padre. “Ya llegué”, susurró una voz desde el pasillo. Hugo, sin encender la luz, habló como si respondiera a una carta vieja: “Te estaba esperando”. El vaso en la mesa se movió apenas, una aceptación. Por primera vez en meses, durmió. A la mañana, la silla opuesta permanecía corrida.


7) Última lectura

El bibliotecario cerró la puerta con doble vuelta, como cada noche. “Cinco minutos”, pidió una mujer de abrigo gris, sosteniendo un libro con dedos pálidos. Él asintió: la sección de narrativa se quedaba al fondo, tranquila. Al regresar para avisarle, la encontró inmóvil, leyendo la última página con los ojos demasiado fijos. “Señora…”. Nada. Sobre la mesa, el título del volumen parecía una broma: La mujer que nunca se fue. Había una última frase subrayada: “Quien termina este libro se queda a cuidar el silencio”. El bibliotecario sonrió a medias —rituales literarios— y cerró. A la mañana siguiente, la silla exhibía una sombra precisa, delineada como por lápiz, que no se borraba con el trapo. El libro estaba abierto por la misma página y, entre las hojas, un recibo con fecha de hacía treinta años. “Devuélvame cuando acabe”, decía al dorso. Él dejó una nota: “Vuelva cuando quiera”. Desde entonces, cada noche, al pasar, escucha el leve pasar de hojas en la sala vacía.


8) La casa de muñecas

La miniatura era un regalo perfecto: réplica exacta de la casa real. Sofía la recorría con los dedos: la cocina con mantel a cuadros, el reloj del comedor marcando siempre las 4:15, el dormitorio con colcha azul. Una mañana, al echar un vistazo antes de ir al colegio, vio un detalle nuevo: en la cama diminuta, bajo la colcha, sobresalía una cabellera castaña como la suya. Se rio; su madre negaba ser “manitas” para esos trucos. Esa noche, volvió a mirar: el reloj pequeño marcaba 3:00; el grande, en la pared real, también. En la miniatura, la figura en la cama se removió apenas. “Es imposible”, dijo Sofía, y cerró la casita con llave. Al día siguiente, al abrirla, encontró la mini cama vacía y, en el salón en miniatura, una mesa puesta para dos. En su comedor real, solo había un plato. Desde entonces, Sofía evita abrir la casa de muñecas. Siente que, si lo hace, la otra ella terminará de despertarse… y pedirá sitio.


9) La vela

El apagón cayó como un telón. Edwin encendió una vela que guardaba para emergencias y la puso sobre un plato. La llama respiró primero tranquila; después, inclinó el cuello hacia la ventana, como si saludara. “Corriente de aire”, pensó. Se acercó al vidrio: afuera, la calle era una lengua de sombra y algunas ventanas lucían velas hermanas. Su reflejo se dibujó tenue, con la nariz más larga, los ojos velados. Notó algo extraño: el reflejo tenía los párpados cerrados. Se giró a mirar la vela: seguía encendida, pero su cera caía en forma de dedos delgados, como si intentaran trepar. “Te apagas”, le dijo sin sentido. Soplar no tuvo efecto; la llama se dobló hacia él, como si escuchara. Volvió al vidrio: su reflejo ahora abría los ojos… y no eran los suyos. Dos puntos obscuros, profundos, le devolvieron una mirada antigua. Sin pensar, apagó la vela con los dedos. La oscuridad respondió con un susurro. No estaba solo; al menos, no del todo.


10) La llamada de las tres

A las 3:00 en punto, el teléfono fijo sonaba siempre una vez. Lucía había aprendido a ignorarlo, a dejar que el timbre fuera un mal hábito de la casa. Hasta que una madrugada decidió grabarlo con el móvil: tal vez un vecino con la línea cruzada, tal vez un fallo. El timbre llegó, lo dejó sonar y, a los pocos segundos, el silencio se instaló con peso. Reprodujo la grabación: primero ruido blanco, luego un suspiro, luego su propia voz en un susurro: “No contestes mañana”. Se rio por nervios: seguramente era un eco. Al día siguiente, se juró obedecerse; a las 2:59 ya estaba despierta, con el corazón alto. A las 3:00 sonó. Y desobedeció. “¿Hola?”, dijo. Al otro lado no hubo nadie, pero un aroma a azahar llenó la sala, igual al de su madre cuando llegaba tarde del trabajo y la arropaba. “Perdón”, dijo Lucía, sin saber por qué. La línea cortó sola. Desde entonces, a esa hora, ella contesta y escucha el silencio como quien reza.


No olvides que, si quieres escribir y publicar tu libro, nosotros te podemos ayudar. Te apoyamos en la escritura y publicación. Nuestra ayuda va desde cero. Hacemos revisión del manuscrito y te ayudamos a publicar en Amazon KDP.

Envíanos tu solicitud a través de nuestra página de contacto o escríbenos a mavimonte@gmail.com

Gracias por tus visitas, lecturas y comentarios.

Deja tu comentario